Viajó al monte Athos para robar algunas perspectivas, no sólo del increíble paisaje de Meteora en Grecia, sino para obtener un vistazo fugaz de la vida en un monasterio, incluso discutió con uno de los monjes para comprender lo que quería comunicar a través de su segunda película. De esa forma el director greco/colombiano Spiros Stathoulopoulos concluyó que el público necesitaba saber que los monjes caen y se vuelven a levantar cada día, como todo mundo lo hace, sin embargo realizó un filme donde el silencio es oro y la inocencia es divina, incluso cuando el personaje principal se enamora y se deja llevar como un niño, convirtiendo a su amada en su único Dios verdadero.
Como las tres montañas que dominan la vista en Meteora, tanto en la realidad como a través de un retablo religioso que se transforma a través del filme, la superficie de la historia yace sobre rocas y carne, divina perfección y debilidades humanas mostradas entre imágenes capturadas en alta definición y hermosas secuencias de animación que nos llevan entre los planos de la realidad al exterior y lo que ocurre al interior del protagonista, un verdadero fenómeno de atmósferas y contradicciones que brindan todo su poder a la película.
La historia de Meterora es simple, un monje y una monja de dos monasterios vecinos, se enamoran y se ven obligados a escoger entre Dios y ellos mismos, sin embargo en manos de Spiros Stathoulopoulos la historia se transforma en un descenso hacia el interior de una persona a través de los impactantes monasterios construidos por monjes ortodoxos del siglo XIV, explorando la dinámica entre la espiritualidad y el deseo humano.
La devoción divina se encuentra con el deseo innato, una perspectiva que ya fue mostrada por Luis Buñuel en Simon del Desierto (1965) y The Last Temptation of Christ (1988) de Martin Scorsese, pero en el caso de Meteora las acciones evidentes sobre rutinas en el monasterio, los rituales diarios, el voto de castidad y la lujuria se diluyen ante las animaciones de estilo bizantino vagas y sutiles, donde claramente se prefiere el simbolismo a través de la narración y la batalla al interior. Lo que inicialmente vemos como iconografía religiosa se convierte en una historia de amor a lo divino, el espacio suspendido entre el cielo y la tierra, mientras que el infierno y todos sus tormentos se esconden bajo la superficie.
Dividida en pequeños capítulos, Meteora no es un espacio para juzgar, está más interesada en infiltrarse en la mente y el alma de los personajes, buscando el balance entre la realidad y la ficción. Las secuencias animadas cumplen el propósito de romper la barrera entre el exterior y el mundo interior, los iconos cobran vida, encarnan símbolos, ideas y mitos, amplificando el impacto de la pareja, que dividida por sus votos y un risco con un árbol entre ambos monasterios, se llaman reflejando la luz del sol hacia sus ventanas.
En la película los iconos religiosos se convierten en un retablo que se mueve ante nuestros ojos, son elementos que exponen el alma y sustituyen los diálogos que podrían explicarnos lo que sucede con el monje (Theo Alexander) y la monja ( Tamila Koulieva) después de cada encuentro. A través de las señales y los encuentros fugaces, se alimenta el enamoramiento y la necesidad de cuestionar su devoción religiosa, ya que sus pasiones humanas lentamente toman mayor importancia, incluso en sus momentos de reposo o al realizar los rituales propios de la religión.
La película es atemporal, como una historia sacada de una pintura religiosa con el ritmo de un poema.
Meteora definitivamente tiene una cadencia interna que bordea lo hipnótico, deja la impresión de un susurro, incluso una oración en la que no descubrimos señales divinas, sino rasgos humanos.
Metéora (Alemania, Grecia, 2012, 82 minutos)
Director: Spiros Stathoulopoulos.
Guión: Asimakis Alfa Pagidas, Spiros Stathoulopoulos.
Animación: Matthias Daenschel, Anna Jander.
Música: Ullrich Scheideler
Reparto: Theo Alexander, Tamila Koulieva.
Publicado originalmente en Icónica y F.I.L.M.E Magazine
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