Estaba lista para realizar otra crónica desde la burbuja, la comunicóloga que hay en mi exigía que pusiera atención al evento mediático. Realmente pensaba dedicarle a Paul McCartney más de dos horas en el sistema que reta cualquier síndrome de déficit de atención, sin embargo no fue mi incapacidad para mantenerme en un sólo lugar lo que me alejó del concierto.
Apenas iban tres canciones, el live stream de Coca-Cola estaba corriendo perfectamente, y mientras disfrutaba un sandwich de queso crema con pepino (y esperaba una reseña de las hamburguesas de hongo portobello que se vendieron en el Foro Sol), dos cosas atravesaron mi mente, la primera fue Jack White en el documental Under The Great White Northern Lights y la segunda fue el momento de lagrimita de Hey Jude que todo mundo repitió cientos de veces en Facebook ese mismo día.
Empezaba la cuarta canción y no podía quitarme de la cabeza al líder de White Stripes y su explicación de porqué no prepara un setlist para cada concierto. La razón fundamental es que no importa lo que suceda, la serie de canciones debe cobrar sentido de manera natural y, lo más importante, debe ocurrir de forma espontánea. Y entonces volvió el recuerdo de la primera vez que vino Sir Paul a México, la segunda, el intermedio de algún Super Bowl y el concierto del día anterior, donde la misma emoción e intención se repitieron sin variedad: “better, better, better, better, better, na na na na nananana.. nananana... HEY JUDE!!”.
Y entonces... ¿qué tan espontáneo puede ser un concierto que, con unas pocas variaciones, se ha repetido desde 1972?. No lo es, pero aún así no dudo, las emociones del público son genuinas (yo también viví el momento de ojito Remy en alguna ocasión), pero también eso es invariable, McCartney sabe que va a suceder en todo momento, conoce por experiencia propia como reaccionará la gente con cada canción, qué ocurrirá si dice “ésta es por mi amigo John”, los aplausos cuando ves las imágenes de los Beatles en la pantalla, ha vivido cientos de veces la emoción que eriza la piel del público cuando se acerca al piano para enlazar a base de blancos y negros los clásicos.
Entonces lo percibes como el orquestador de las emociones, el que las crea y mueve a placer, pero te preguntas con cuánta emoción propia lo hará, porque a final de cuentas ha repetido el mismo concierto en muchos lugares durante años (y aparece el recuerdo This Is Spinal Tap), él sabe que todo mundo está pensando lo mismo: “estoy viendo a un Beatle”.
Cuando terminó de colarse la idea del concierto fríamente cronometrado, argumentado, invariable y parecido a un fragmento de Groundhog Day, la emoción contagiada por otros fue rechazada al interior de mi burbuja, simplemente cerré el concierto virtual y prendí el televisor para ver a Jamie Oliver, el apetito Beatle se me quitó.
Y antes de que lo digas ("tu no estuviste ahí"), no se trata de demeritar la experiencia, porque no lo niego, se que cuando venga Roger Waters y realicé la recreación de The Wall, sin dudarlo levantaré el puño y realizaré el movimiento de martillo en Run Like Hell (incluso volveré a hacer la coreografía como lo hice en 1994) y también gritaré “There'll be no more aaaaahhhhhh!” en Comfortably Numb cuando las luces se dirijan hacia el público, porque son parte de las emociones inevitables dentro de la comunión masiva de un concierto.
Estando dentro de esa misma ola de sensaciones necesitas hacerlo para explotar en la experiencia, sin embargo... presenciándolo desde afuera, en la frialdad de la pantalla y la resolución de 1024x600, la visión es diferente, el estar fuera de la experiencia desafortunadamente te hace ver los hilos y alfileres que mantienen unidas todas las cosas, te hacen cambiar a una leyenda de la música por una leyenda de la comida.
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Fue buena experiencia este concierto en Foro Sol con buena canciones para viajar en el tiempo
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