Aquel hombre vivía en un ámbito de muda interioridad, de perpetua resistencia contra el sonido del mundo, el exterior le parecía un incoherente fondo para sus revueltos pensamientos, un exterior erróneo pero vívidamente correcto.
Su ritmo no era como la música de los barrios, era la música de un tipo que fue arrojado a un basurero del peor de esos barrios y despertó sin saber en donde demonios estaba. Era un ritmo de cañerías que tenía resonancias cada vez más extrañas en su interior, sobre todo cada vez que aparecía en ese basurero, cargado de verdades certeras como puños y de honestidad ingenua.
Piensas que con cada despertar en la mañana, el ayer ya no cuenta, pero para él eso era lo único que importaba. El ayer era un tiempo que le dolía y le prometía amores eternos mediante orgasmos. El ayer era un oscuro pasajero, un polisonte incierto que lo obligaba a empezar con lo ridículo y seguir rebobinando hacia el bullicioso silencio.
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