El estruendo es enorme, las banderas se encienden en llamas, los puños se cierran, las caras parecen contorsionarse en un rojo furioso, como si el hecho de que esa pelotita con patrones aztecas y esos 22 jugadores tuvieran más significado, pero yo sólo tengo 10 años y no entiendo nada, para mi es un día más en el Estadio Azteca, el lugar que cada fin de semana visito desde que recuerdo y que para mi familia tiene una esquina reservada bajo el incandescente sol o la irremediable lluvia de color sospechoso, pero a pesar de mi inconciencia futbolera, que ya empezaba a volverse un poco de repulsión después de tanto ir y venir detrás de ese balón sin siquiera tocarlo, sabía que ese partido en específico tenía todos los elementos para ser legendario… y ahora lo compruebo cada vez que platico la experiencia a un pambolero y le confirmo: si yo estuve en esa esquina y lo vi en vivo.
No se podía dejar pasar la sensación de que todos los ánimos estaban buscando un espacio para explotar… en ese caso fue la mano de un jugador bajito con piernas de caballo la que hizo que esa esquina (y ahora sé que el resto del estadio) se convirtiera en zona de guerra. Durante muchos minutos la fiebre se mantuvo, vimos todos los signos de que en algún instante eso se iba a desbordar desde la primera rampa del estadio, sin embargo las consignas y el repudio se mantuvieron a raya a cada lado de sus gradas, pero esa mano hizo que el público se levantara y las banderas se prendieran.
En un momento estoy gritando gol y segundos después estoy en medio de una trifulca entre hooligans e hinchas argentinos, sintiendo como mi papá me lanza de un lado a otro para evitar que quede en el lugar equivocado, unos brazos me jalan hacia arriba y me vuelven a aventar a otro lugar, los amigos de gradas mundialistas de mi papá me siguen aventando para evitar golpes y banderas incendiándose, el juego sigue pero la guerra entre argentinos e ingleses no parece detenerse ni con la presencia de los hombres de azul marino o el hecho de que mi papá ha quedado lejos, bloqueado por un hombre inmenso paralizado por el pánico (bueno yo no sabía eso, pero ya después me lo contó), viendo de lejos como unas señoras me mantienen lejos de los trancazos y la zona donde la testosterona se ha desbordado… unos segundos después no hay ninguna camiseta azul o roja alrededor, las gradas quedan muy vacías, infestadas por el olor a chamusquina, pegajosas por montones de cervezas que volaron y con una espesa capa de sudor a miedo en el aire, pero en ningún momento se me ocurre quedarme con un recuerdo de ese momento de inconciente adrenalina y recoger una de las banderas hecha girones, sólo pienso que es demasiado para un juego de fucho y que por su culpa me magullaron y dejaron sin papitas y refresco.
Por ese recuerdo, que surgió hoy después de leer un artículo de Roberto Saviano sobre Lionel Messi y donde se menciona ese gol (gracias Chinos por el recuerdo), lo pienso cien veces antes de hacer ese comentario, esa frase que un amigo* dijo en un restaurante argentino ante un publico sumamente argentino: “Que chingue su madre Maradona”.
*Es necesario aclarar que ese amigo no estaba en sus cabales, como muchas frases, esa fue envalentonada y seguramente no pensada por culpa de algun efluvio etílico, sólo asi se puede explicar que alguien se atreva a meterse con algún personaje... pregúntenmelo a mi, que casi fui linchada por meterme (por las mismas razones) con Bunbury.
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