No fue una fuerza sobrenatural, sino la suma de lo positivo y lo negativo, como si la felicidad fuera un servicio que alguien debía pagar. Fue como tomar drogas, estábamos en un lugar abstracto y perfecto de encuentros casuales y besos mercenarios, con inspiración emergiendo de musas a la carta. Fue un incendio abrazador en un ámbito de muda interioridad. No era algo, sólo era la cubierta.
Sólo era un escenario donde podías tocar las mismas notas de alegría y dolor, conjurando frecuentemente una detrás de la otra. Eras el epicentro, el lugar donde las metáforas convergían, tenías una audiencia que podía completar la conversación, respondiendo con sus cuerpos, pero sabes que se trataba únicamente de bufones enmascarados, esperando a que robaras más palabras para fingir ser un poeta y ahogar las musas que nos sostenían.
Estamos tan enfermos como nuestros secretos, usamos la máscara con propósitos tanto de agresión como de defensa, cuando estamos proyectando el futuro y presionando el pasado. Sólo es mugre de tiempos viejos saludándonos desde el pasado como una neblina que se consume.
Ahora entiendo el refugio de los sueños, ellos alimentan la realidad, aunque a veces arrastran su propia miseria platónica, porque es difícil ser humano cuando has sido estela plateada, cuando has sentido el tiempo doliéndote, obligándote a destruir el futuro a cambio de un presente menos absurdo.
Ahora se trata de un sueño ocasional, de un ojo arenoso en medio de dos tierras, de 730 días a la orilla de la cama donde no se pueden tocar nombres, donde preguntas “¿Terminaste con la locura?” y yo respondo: “Apenas voy entrando, si vieras mi mirada”.
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