Corría detrás de cada palabra, ponía atención y recreaba en mi mente cada una de las escenas de Kafka en la Orilla, desmenuzo cada frase y le doy sentido en mi imaginación, pero me detengo, no puedo continuar, el estómago se ha hecho un nudo, siento nauseas, las sienes me martillean, cada palabra que leo me roba el aliento y debo detenerme cada segundo para respirar hondo.
La escena me ha llevado hasta una madrugada, la madrugada en que yo sentí eso, pero jamás le pude poner esas palabras, siempre me quedaba corta, pero Haruki Murakami las encontró por mi y me dejó en un estado pulsar, nauseabundo que me obligó a dejar el libro por varios días.
“Cuando halló el punto justo, primero fue incrementando poco a poco, muy despacio, la presión de los dedos, inspeccionando el terreno. De pronto tomó una bocanada de aire, lanzó un gritito, como el de un pájaro de invierno, hizo acopio de todas sus fuerzas y le clavó los dedos entre el hueso y el músculo. El dolor que experimentó el joven fue espantoso, más allá de toda lógica. Un enorme relámpago le atravesó la cabeza, la mente se le quedó en blanco. Se sintió como si lo hubiesen arrojado, de golpe, desde lo alto de una torre a las profundidades del infierno. Ni siquiera pudo soltar un alarido. Tan intenso era el dolor que no podía ni pensar. Todas las ideas se le calcinaron y desaparecieron, todas sus sensaciones quedaron condensadas en el dolor. Tuvo la impresión de que su cuerpo había sido despedazado. Ni siquiera la muerte debía de ser tan atroz. No podía abrir los ojos. Se quedó de bruces contra el tatami, tal como estaba, incapaz de hacer un solo movimiento, babeando. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas... El tatami oscilaba de una manera funesta, como el mar antes de una tormenta”.
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